Por: Jazmin Ramírez García
Cada año, el Día de Muertos transforma los hogares mexicanos en altares llenos de vida y color, en donde el amor por quienes ya no están encuentra su espacio.
Para quienes han perdido a un ser querido, esta festividad es más que una tradición; es un acto profundo de memoria y cariño, una oportunidad de recordar a quienes partieron y volver a sentirles cerca.
Sin embargo, cuando esa persona es la madre, el vacío es difícil de llenar y el dolor se renueva.
En realidad, una nunca se acostumbra a vivir sin ella, a no escuchar su voz o sentir su abrazo y el altar de muertos se convierte en un refugio para sobrellevar esa ausencia.
En cada altar, las velas, el papel picado y las flores de cempasúchil son los primeros elementos que nos conectan con los recuerdos. Para quienes honran a su madre, el altar es una conversación de amor y nostalgia. Cada objeto, cada foto y cada flor se coloca con una intención muy especial, recordando los detalles de su vida y tratando de hacerla sentir, al menos por esa noche, parte de este mundo que sigue sin ella.
El olor del cempasúchil es quizá el símbolo más profundo de esta celebración. Dicen que la fragancia y el color vibrante de estas flores guían el camino de las almas para regresar a casa, pero también nos recuerda lo frágil que es la vida. Los pétalos anaranjados, esparcidos para guiar a las almas, representan la conexión que permanece, aunque la ausencia física sea constante.
Cada vez que se enciende una vela, se enciende también la esperanza de que, de algún modo, el espíritu de la madre regrese para acompañar a la familia, como lo hizo en vida.
Sin embargo, encender esa vela también revive el dolor, porque se sabe que esa visita es temporal. Al colocar su foto en el centro del altar, se trae su imagen a la memoria: sus gestos, su sonrisa y ese amor infinito que llenaba cada rincón del hogar.
Para muchos, con el paso del tiempo, el dolor se vuelve más llevadero, pero eso no significa que desaparezca. Al contrario, la ausencia de una madre es un dolor que nunca se borra, y el Día de Muertos permite reconocerlo, abrazarlo y encontrar en él un consuelo. Preparar el altar es un ritual que ayuda a sobrellevar la pérdida, una forma de decirle a ella, en silencio, que sigue siendo parte de nuestras vidas, que su presencia persiste y que su amor es un lazo eterno.
Este Día de Muertos, miles de mexicanos colocarán en sus altares los platillos y dulces favoritos de sus madres, intentando hacerlas sentir en casa, aunque sea en espíritu. Cada ofrenda, desde el pan de muerto hasta los tamales, está llena de recuerdos de momentos compartidos en vida. Al colocar la comida, el agua y sus objetos favoritos, se intenta revivir esos instantes que ya no regresarán, pero que siguen vivos en el corazón.
Así, en cada altar dedicado a una madre se construye un puente entre dos mundos, un lugar en el que, aunque por un instante, la vida y la muerte se encuentran.
Y aunque el dolor no desaparezca, el Día de Muertos permite ver la muerte de otra manera, como una puerta abierta que, al menos una vez al año, deja entrar a quienes nunca dejarán de habitar en nuestra memoria.
Honrar la vida de una madre es, en el fondo, agradecerle por cada día compartido. En el altar de muertos, ella sigue siendo parte de la familia, de la casa y de la vida, recordándonos que el amor verdadero jamás se apaga.
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